En treinta y ocho años siempre se me dio por pensar en exceso, sobre todo, en las vidas ajenas, respecto de sí y de mí, y eso me hizo quedar pegada, en historias innecesarias, en actitudes voluntarias pero no, en pensamientos y frases que nada tienen de saludable –fundamentalmente, por lo poco que pueden aportar a mi existencia–.
Pero seguramente esto se deba a que el silencio no es mi mejor virtud, y que soy –o esa sea mi coartada– una enamorada eterna de las palabras (incluso no encuentro un sinónimo que le haga justicia a esa «denominación»).
Seguramente pueda, como alternativa (a mi terapia real) ir «despegándome», despejándome de ellas, quedando sin piel, sin denominaciones, conceptualizaciones, poniéndome la mano en la boca, pero no para callar por censura previa y propia, sino para dejar ir tantas y tantas historias, personas, que ya están fuera, en realidad, pero que solo falta que yo lo vea.
Y con eso se irán los dolores, las lágrimas, y serán bienvenidos el aire y el pelo al viento y los ojos transparentes y las manos abiertas y los amigos por placer y los vestidosblancossinmiedoamancharse con inmaculada conciencia de intentar ser feliz...