miércoles, septiembre 17, 2008

Romaria

El perfume a flores recién cortadas a la salida del subte la abrumó. Pero le sirvió para sacudirse su encogimiento.
Esa sensación la llevo, irremediablemente, a recordar las palabras santateresianas que su madre esparcía a su alrededor cada vez que ella se embrollaba en situaciones sin retorno.
Romaria miró al cielo y descubrió que una musica funcional que no combinaba con su interior iba subiendo desde sus pies a la cabeza. Temió un vahído. Falsa alarma.
Mientras el contexto se confabulaba con el cielo celeste para ignorarla, ella seguía caminando sin rumbo y hacia algún lugar. En otro kiosco de flores vio un tulipán rosado. «Los tulipanes nunca tienen perfume», pensó; y como sucede siempre en los soliloquios, no obtuvo respuesta.
Llegó a su casa, saludó, hizo un llamado telefónico y se acostó sin prisa y sin pausa.
Esa tarde durmió una siesta tranquila.
Se despertó de noche y con desazón, pero descansada, «¿Y ahora qué?», soliloqueó nuevamente.
Estaba inapetente y el humo del cigarrillo la circundaba en un abrazo impreciso y aburrido.
Decidió que no estaba en condiciones de seguir embaucándose en teorías que no la llevaban más que a un umbral agónico y sufriente. Pero su vida no era dramática, era ella la que se sumergía en las aguas fangosas de la angustia por merito propio, nadie la empujaba hacia ese lugar. Tenía que mover su vida hacia otro rumbo, tal vez no tan desconocido, pero salir de ese ahogo estupido e irracional.
Tenía que tomar esperanza, aunque sea de una canción, de un gesto o palabra amable.
Lo sabía, había alguna salida.




Romaria. Elis Regina.